25 jul 2009

GOLPES


En las mesas escondidas de los bares a los que acuden los sin alma, después de varias copas y ya entrada la madrugada, se escuchan historias de amores desencontrados, grandes traiciones, tremendos fracasos, ídolos desplomados, ricos empobrecidos, o simplemente, relatos de esos momentos en los que uno se siente morir, en los que piensa que ya nada tiene sentido y odia con todas las fuerzas a todo y a todos, esos que determinan un antes y un después, sabiendo que el “después” es mucho mas horrible y sin ganas de vivirlo que el “antes”.
De estos últimos momentos tengo tres, y todos me marcaron a fuego, en todos o mejor dicho en ninguno, le encontré sentido “al mañana”, y cada uno a su manera quitaron algo de mi, de mi esencia, todos me cambiaron.
Los primeros dos son de mi niñez, y creo que el primero es un poco compartido con todos los seres humanos que somos víctimas de la más cruel de las mentiras. Recuerdo que llegué agitado a mi casa, llorando por haberme agarrado a las trompadas con Gastón Álvarez, quien me había dicho que los Reyes no existían. Le grite con todas mis ganas que no podía ser tan mentiroso y corrí por León, salté el charco de la esquina de Choleta y entré por el pasillo que desembocaba en mi casa, en busca de que alguien desmintiera lo que me acababan de decir, buscando que alguien saque el puñal que acababan de hundir en mi corazón ingenuo. Obviamente me encontré con lo peor, con la piña que te deja besando la lona, mi viejo no solo me lo confirmaba, sino que sumaba a la falacia a Papá Noel y el Ratón Pérez. Me sentí estafado, humillado. Limpié mis lágrimas con el puño del buzo de plush azul y huí hasta la plaza para lavar mis penas en soledad.
El segundo, pasó un par de años después, llegué corriendo del cole, y me paré frente al tele, que gracias a Dios mi vieja había prendido un rato antes para que se caliente, y mientras esperaba la gran final degusté una taza de cascarilla con torrejas, en aquellos años de crisis no alcanzaba para cocoa y facturas o galletitas. Es el día de hoy, y ya han pasado como 25 años, que cierro los ojos y puedo ver a Rubén Peuchele tirado en el suelo, a William Boo contando y a Martín Karadajian levantando el cinturón de campeón del mundo. Nunca entendí como se le escapó la victoria al “Ancho”, después de haberle hecho dos veces la “Doble Nelson” y ponerlo contra las cuerdas con una patada voladora. Otra vez el puñal, pero esta vez no acudí a nadie para que me lo estirpe, lo dejé clavado y volví a llorar en soledad, no solo por la derrota de mi ídolo de la lucha libre, también por la paliza que me dio mi vieja por revolear la taza.
Después de estos dos “tremendos golpes” que me dio la vida, trate de transcurrir mis días sin que nada me afecte, sin que nada me deje marcas, pero a veces el destino te tiene reservada una sorpresa, cuando crees que ya está, que tenes toda la casa en orden, paff, una nueva cachetada.
Como no podía ser de otra manera, la tercera caída fue provocada por un amor, mejor dicho por dos amores, distintos sí pero grandes, muy grandes.
Desde que era un niño hasta la actualidad, mis domingos a la tarde fueron todos iguales, en la cancha. Seguí las mediocres campañas del glorioso Deportivo año tras año. Por supuesto sumé a mi rutina dominical a mí señora y mis hijos, haciéndolos unos hinchas más de la institución en la que yo había crecido.
Hace tres o cuatro años, nos juntamos varios hinchas y empezamos a trabajar por el club, haciendo rifas, organizando cenas, etc., y logramos traer varios jugadores de afuera, conformando un buen plantel. El torneo anterior dejamos de pelear por el descenso y por fin nos mezclamos con los grandes en la lucha por el título.
Este campeonato estaba destinado para nosotros. Trajimos un par de defensores, un cinco, un arquero y la que para muchos fue la mejor adquisición de todos los tiempos, un nueve que la venía rompiendo en las inferiores de Belgrano de Córdoba. Como en todos los clubes chicos, el esfuerzo de los dirigentes es grande, así que entre todos les dimos casa y comida a las recientes incorporaciones. Yo tenía un cuartito en el fondo de casa, lo arreglé un poco y me lleve a Lucas “el atómico” Ferreyra, flamante centrodelantero del “Depor”, un cordobés timidón de 17 años y con un físico tremendo.
Como era de esperar arrancamos con todo, terminamos la primera ronda invictos, punteros y con mi huésped con 12 goles en nueve partidos. En el club se respiraba felicidad, los domingos después del partido nos juntábamos en la sede para festejar por anticipado, entre picadas, cerveza y gancia. La segunda ronda continuó por la misma senda, la del triunfo. Faltando dos fechas, el domingo pasado, visitamos al Cosmos, rivales y enemigos de toda la vida. Con un punto éramos campeones, y por supuesto ganamos, tres a cero con tres pepas de Lucas. Fue fiesta completa, con vuelta olímpica en cancha de ellos incluida.
Obviamente seguimos los festejos en el club hasta la madrugada. Toda mi vida había esperado para esto y me sentía parte de la historia.
Pero la felicidad completa no existe. Llegué a casa, un poco más borracho de lo que estoy ahora, y me encontré con el goleador del torneo, el tipo que me acababa de dar la mayor alegría de mi vida, aquel tímido cordobés, con mi trofeo mas preciado entre sus brazos. No pronuncié palabra alguna, solo atiné a sacarme la remera con el nueve en la espalda y extendérsela para que me la firme, justo ahí debajo del escudo, donde empezaba a dolerme el corazón.
No salí corriendo como aquella tarde con Gastón ni rompí ninguna taza como el día de la derrota de mi luchador, simplemente cerré la puerta y caminé sin rumbo, dándole tiempo al “atómico” para que termine de afilar con mi mujer.

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