25 jun 2009

BALDOSEROS; 15 MINUTOS DE FAMA


Vamos por partes. Pedro Perico Ojeda no es en si mismo un baldosero, pero está viviendo sus 15 min. gracias a su ¿fama?
Vayamos a lo importante. Nos enteramos que el ex Racing e Instituto, ya retirado del fútbol, es candidato a Diputado y por supuesto, sale a las calles de San Luis para hacer campaña, repartiendo folletos y escarapelas.
Podríamos decir muchas cosas. Pero la realidad nos supera.

22 jun 2009

TERCERA FECHA


VOLVIO LA MAGIA:

Y como siempre estaba en Los Ranchos: Con una actuación magistral de Di Croce el Glorioso Cervecero le dio un paseo y una clase de futbol al Globito Chavence (siempre es bueno ganarle a un Huracan ja), ganandole por 2 a 0. Villa le ganó a los Fortineros también por 2 a 0, Aerotan FC, perdón Olimpo, derrotó sobe la hora a Independencia 2 a 1 y sigue solo en la punta con puntaje ideal. El otro Globo tampoco llegó ni a bombucha y cayó en Indio Rico por 1 a 0, y el Escolar se lo dió vuelta a San Martin, imponiéndose 2 a 1. Como siempre, la mayor recaudación fue en la cancha de Quilmes.

Posiciones de Primera: Olimpo 9; Colegiales 7; Once Corazones y Villa del Parque 6; Huracán 4; Cascallares, Ciclista , Independencia y Quilmes 3; San Martín 0.


Queremos destacar desde este blog el correctísimo arbitraje del señor Walter Torraca, quien sacó solo un par de amarillas, expulso bien y estuvo sempre cerca de la jugada. Aprendé Garcia!!!!! no hace falta ser tan protagonista gil.

16 jun 2009

EBER "EL PAJARO" FERNANDEZ


Futbolista de la misma raza que Hilario Navarro. ¿Pesetero y traidor? No precisamente. Mas bien es el típico argentino que realiza su carrera en la tierra de la chipá, a tal punto que para muchos es considerado paragua.
Eber Fernández nació el 10 de febrero de 1976 en Formosa. Y ya de pequeño pintaba para crack…o al menos para hacer ruido. Hizo las inferiores en Boca Juniors pero cuando tuvo edad de debutar se dio cuenta de que jamás iba a tener una chance y se marchó al fútbol paraguayo.
En 1997 llamó la atención por primera vez cuando, jugando para Cerro Porteño en un partido amistoso ante el club de sus inicios, dirigido por el Bambino Veira, le dio una patada a Claudio Caniggia que derivó en una escaramuza de la que participó Diego Maradona. El árbitro Ángel Sánchez no quiso ganarse enemigos pesados y lo echó a Eber.
Ya para 1998, Fernández era conocido como “El Pájaro“, favorecido por su pelo largo, aunque morocho. Y volvió a enfrentar al Xeneize, pero oficialmente, en un match correspondiente a la Copa Mercosur. Eber, vengándose de aquella expulsión, marcó un gol en la victoria 3 a 2 de Cerro, en Asunción.
Pero no todo lo que pasó en la carrera de Fernández tuvo que ver con Boquita. En Paraguay también jugó con los colores de Libertad (2001), Sport Colombia (2003) y Sportivo Luqueño (2004), aunque allí no regalaría tanta magia como lo hizo en la Primera División de nuestro país.
En 2002 lo repatrió Talleres de Córdoba con la intención de engordar el plantel que afrontaría el torneo local (jugó 9 partidos y no marcó) y la Copa Libertadores (1 gol en 2 encuentros). La lucha por un lugar no era taaaan jodida, sólo tenía que ganarle la pulseada a Federico Astudillo o Perico Ojeda. Pero una serie de infortunios lo postergaron durante algunas semanas. Primero, una distensión de ligamentos en su rodilla derecha le negó la posibilidad de debutar oficialmente. Y después, se abriría uno de los capítulos más gloriosos de mundo baldoseril.
En la noche previa a su estreno, ante Unión de Santa Fe, unos ladrones ingresaron al hotel Riviera de Villa Carlos Paz, donde concentraban los Tallarines, y se llevaron: bolsos, ropa, elementos personales y…el DNI más el pasaporte de Eber Fernández, quien tuvo que estampar su impresión dígito pulgar para poder jugar.
Luego del partido, el técnico Mario Ballarino y los dirigentes cordobeses, salieron desesperadamente a pedir la devolución de los documentos. El delantero tenía que actuar en la Copa Libertadores ante el América de México y dudaban de la obtención de un permiso.
Esa misma semana, el formoseño faltó a las prácticas para tramitar un duplicado que consiguió pronto…pero no todo terminaría ahí. Dos personas que decían haber “encontrado” el DNI del futbolista, fueron hasta la casa de Horacio Humoller (a quien también le habían robado) y se lo entregaron…¡a cambio de 30 pesos!
Pero faltaba lo mejor. No contentos con los 30 mangos de la extorsión, los chorros revisaron bien el bolso de Fernández y encontraron la llave de su departamento. A partir de ahí, planearon el robo del siglo: se vistieron con la ropa del jugador para no levantar sospechas y se mandaron al domicilio del pobre Eber.
Pero, como en las mejores historias, siempre aparece el héroe. El encargado del edificio se dio cuenta de la treta y los detuvo en el hall. Y sí. Eber Fernández, por primera vez en su vida, se alegró por la buena labor de un portero ajeno al club.

14 jun 2009

SEGUNDA FECHA

En el clásico tira-piedras chavense, el globo bicicletero le ganó al vientito rojinegro por 3 a 0, con dos lucas setescientos de recaudación (todo el pueblo bah). Los empleados de Gastelú le ganaron a 11 pechos frios de Indio Rico por 1 a 0 ($ 1200), "Amigos del globo" (perdón, el Escolar) se impuso a la V azulada por 1 a 0 (1500 mangos), los Peludos @#**# golearon al "Santo" por 5 a 0 (con la magra suma de $ 550, obvio si ninguno de lo dos tienen hinchada) y los Paisanos come oveja (sugerimos cambiar la m por una g) vencieron al "Glorioso" con un gol sobre la hora y un verdadero afano del árbitro Elgart y su colaborador para el desastre Torttorella. (juntaron $ 1945, con gran concurrencia del pueblo cervecero).
POSICIONES

OLIMPO 6 Pts
COLEGIALES 4 Pts
HURACAN 4 Pts
ONCE 3 Pts
VILLA 3 Pts
H CICLISTA 3 Pts
INDEPENDENCIA 3 Pts
CASCALLARES 3 Pts
QUILMES 0 Pts
SAN MARTIN 0 Pts

FIXTURE DE PRIMERA

Primera fecha: Colegiales-Huracán, Quilmes-Villa, Independencia-Cascallares, Once-Ciclista y San Martín-Olimpo.
Segunda fecha: Colegiales-Villa, Huracán-San Martín, Olimpo-Once, Ciclista-Independencia y Cascallares-Quilmes.
Tercera fecha: Villa-Cascallares, Quilmes-Ciclista, Independencia-Olimpo, Once-Huracán y San Martín-Colegiales.
Cuarta fecha: San Martín-Villa, Colegiales-Once, Huracán-Independencia, Olimpo-Quilmes y Ciclista-Cascallares.
Quinta fecha: Villa-Ciclista, Cascallares-Olimpo, Quilmes-Huracán, Independencia-Colegiales y Once-San Martín.
Sexta fecha: Once-Villa, San Martín-Independencia, Colegiales-Quilmes, Huracán-Cascallares y Olimpo-Ciclista.
Séptima fecha: Villa-Olimpo, Ciclista-Huracán, Cascallares-Colegiales, Quilmes-San Martín e Independencia-Once.
Octava fecha: Independencia-Villa, Once-Quilmes, San Martín-Cascallares, Colegiales-Ciclista y Huracán-Olimpo.
Novena fecha: Villa-Huracán, Olimpo-Colegiales, Ciclista-San Martín, Cascallares-Once y Quilmes-Independencia.

8 jun 2009

EL CAUTIVO DEL SAN MARCOS


Al baño tenia que ir, cuarenta y dos minutos y dos abajo, ¿Qué se iba a perder? Tenía que ir y fue, si el salame le había caído pésimo y ya no había chances, al menos eso suponía. Nunca vi a alguien putear así a un salame, pero si te pones en su lugar tenía razón. Imaginate que no pudo ver las ultimas catorce fechas del campeonato, y más siendo El Gordo Sánchez. Era socio del Deportivo San Marcos desde los doce, y todos los domingos se juntaban en su casa, con la picada y el vermu´, El Fabri, El Colo y El Chata, le decían Chata por la cicatriz que se hizo cuando estuvo internado. Resulta que los del hospital no le traían la comida, y le revoleo una chata a la enfermera, pero la enfermera se la devolvió y le tuvieron que coser cinco puntos en la frente.
¿Por donde iba? Ah, El Gordo fue al baño, se sentó e hizo lo que todo mundo. Mientras desde el living se escucho el sonido de un milagro. El grito de gol retumbo por todo el pasillo hasta los oídos del indispuesto. El pobre quiso ir a ver pero las tripas no lo dejaron. En menos de treinta segundos se repitió la euforia, el club de sus amores había empatado un partido clave y el, esclavo de su indigestión, se lo había perdido.
En eso golpea la puerta El Colo gritándole:- Gordo, quedate ahí que nos traes suerte. Y El Gordo se quedó, muy a su pesar, pero se quedó. Ya pisando el final del partido, un contraataque afortunado del Deportivo encontró a un arquero en soledad. El tres a dos y el pitido del silbato dictaron la sentencia, y tres jueces acordaron la condena:”El Gordo se queda en el baño hasta que tengamos la copa”.
Y así fue, todo partido que jugara el Deportivo, raptaban al Gordo y lo dejaban en el trono. Pobre, imaginatelo: solo, con el gorrito y la bufanda del club, sentadito en el inodoro, sin otra compania que el goteo de la ducha y los gritos que resonaban de la pared.
Igual se las rebuscaba. Después de tres partido sin poder ver nada, se intento escabullir por el living a lo del vecino, pero como El Fabri le había contado a todo el barrio, que ¡oh, casualidad! Eran todos socios como El Gordo, al toque lo tenían devuelta en su prisión, pero esta vez con llave.
Cinco partidos ganados por goleada y El Gordo cada vez mas desesperado. Al sexto domingo, pasó algo raro, el referí cobra falta que le cede un tiro libre a favor del Cruz Azul a veintiséis metros del objetivo. Como salio lesionado el tirador favorito entro El Chucho Gómez, un queso. Ninguno se agito mucho, por la falta de ángulo de dicho tiro, pero hasta no ver la repetición nadie se creyó la comba con zurda que se mando el pibe, colocando la pelota hasta el fondo de la red. El Deportivo perdía y las miradas no paraban de cruzarse. La respuesta, una sola...”El Gordo hizo algo”. Los guardias abrieron la celda con violencia y encontraron al prisionero con las manos en la masa. El tipo se había escondido una radio portátil en una bolsa de esas herméticas, ¿viste? Bueno adentro de la mochila del inodoro. Le retiraron la radio de los dedos y se la rompieron delante de el. Puteada va, puteada viene, el San Marcos gano tres a uno.
Pasame la lavandina, bueno, varias semanas de cautiverio pasaban, hasta que llego el partido final. Si ganaban ascendían y todo dependía de una sola persona. Como siempre El Gordo al baño con doble candado y arriba una amenaza:- Si perdemos te cagamos todos a trompadas, mira que le dijimos a los muchachos de la barra brava, a los vecinos y hasta al presidente del club- le avisó El Colo. Pero al Gordo no le importaba nada, era un momento muy importante y no le podía fallar al Deportivo, a su Deportivo, tenia que estar ahí. Cuando los muchachos se fueron a la cancha, El Gordo descubrió el túnel de escape que había preparado con paciencia y sudor para la ocasión. Fue sacando los azulejos de la pared, y donde tendría que haber ladrillos y cemento, había un hoyo que daba a la calle, la soñada fuga.
Lo que le costo pasar por el agujero, no había calculado muy bien las dimensiones. En fin, cuando salio tenia puesto un sobretodo, unos lentes de sol, la bufanda y la gorra del San Marcos. Ya camuflado, se encamino a su destino.
Llego tarde, porque todos los remisseros conocían la magia de su historia y si llegaba en el auto se iban a dar cuenta porque era el único que tenia los colores de la camiseta de su club, un Falcon amarillo y verde a rayas, no muy sutil. Cuando entra la situación era cero a cero y veintidós minutos del segundo tiempo ya jugados.
Se sentó por primera vez lejos de sus amigos y vecinos, bancandose los cuarenta grados que azotaban el campo de juego, y se ahorro los gritos y cantitos para no delatarse con su voz grave que desafinaba cuando aumentaba el volumen. Nunca tuvo tantas torpezas el San Marcos. Se cumplían cuarenta minutos de faltas, tiros afuera, travesaños y un referí que no estaba precisamente a favor del Deportivo, con que te diga que el ahijado era el DT del otro equipo te aclaro todo. Llegaban los cuarenta y tres y las tablas no parecían querer irse del marcador. De repente, el referí vio una falta en el área del San Marcos que daban dudas acerca de la capacidad visual del arbitro.
Penal, penal que superó a la fuerza de voluntad del Gordo.- ¡¿Qué mierda cobras?! ¡Pelado puto!, ¡¿tenes los ojos en el culo?!-se desclavaba El Gordo, ni todos los gritos del mundo taparían semejante exclamación. Fabri, El Colo y El Chata apuntaron con la vista al objetivo. Lo agarraron del cogote, Fabri de atrás y El Colo por delante, y cual asesino profesional, El Chata los dirigió al baño de la cancha para liquidarlo. -¿Vos sos boludo? Vos no sos hincha como nosotros, ¿no podes hacer un sacrificio para que ascendamos?-le dijo el Colo -vamos a perder, vamos a perder por tu culpa- agrego El Chata mientras lo empujaba. Y cuando los muchachos afilaban los nudillos para ejecutar a su compañero, una ola de gente irrumpía en la habitación, era la barra brava del Deportivo San Marcos, pero no venían a descuartizar al Gordo como el temerosamente pensaba. En sus caras se veía felicidad, la clase de felicidad que solo puede ser generada por una cosa.- ¿No escucharon nada?-dijo uno de la multitud- ganamos muchachos, y todo gracias a ustedes. Lo que había pasado era que mientras ellos metían al Gordo al baño atajaron el penal y en un pase rápido convertía un gol el Deportivo que definía el partido en dos minutos y un manojo de segundos del adicional. El Deportivo San Marcos había ascendido porque el místico círculo del baño y El Gordo se había completado. Los cuatro amigos se abrazaron fraternalmente y toda la hinchada los alzo en hombros y los llevaron a la cancha con los jugadores cantando:”Por El Gordo y sus amigo’, ascendimo’ al Deportivo”. Y por eso estan estas cuatro butacas en el baño, estan reservadas para El Fabri, El Colo, El chata y El Gordo. Dale sigamos limpiando que ya empieza el partido.


Cuento de Vladimir Stevns. Muchas gracias por participar en nuestro blog.

DE CHILENA


Ayer a Anita se la llevaron un rato largo a firmar un montón de papeles. Al volver, ella dijo que no había entendido muy bien, porque eran muchos formularios distintos, con letra chica y apretada. Supongo que me habrá mirado varias veces, buscando un gesto que le calmara las angustias. Pero yo estaba de un ánimo tan sombrío, tan espantado por el olor a catástrofe en ciernes, que evité con cierto éxito el cruce inquisitivo de sus ojos. Los doctores dicen que, prácticamente, no hay manera casi de que salgas de ésta. Y lo dicen muy serios, muy calmos, muy convencidos. Con la parsimonia y la lejanía de quienes están habituados a transmitir pésimas noticias. El más claro, el más sincero, como siempre, fue Rivas, cuando salió a la tarde tempranito de revisarte. Cerró la puerta despacio para no hacer ruido, y le dijo a Anita que lo acompañara a la sala del fondo y la tomó del brazo con ese aire grave, casi de pésame anticipado. Yo me levanté de un brinco y me fui con ellos, pobre Anita, para que no estuviera sola al escuchar lo que el otro iba a decirle. Rivas estuvo bien, justo es decirlo. Nos hizo sentar, nos sirvió té, nos explicó sin prisa, y hasta nos hizo un dibujito en un recetario. Anita lo toleró como si estuviera forjada en hierro. Y te digo la verdad, si yo no me quebré fue por ella. Yo pensaba ¿cómo me voy a poner a llorar si esta piba se lo está bancando a pie firme? Cuando Rivas terminó, supongo que algo intimidado ante la propia desolación que había desnudado, Anita, muy seria y casi tranquila (aunque me tenía aferrado el brazo con una mano que parecía una garra, de tan apretada), le pidió que le especificara bien cuáles eran las posibilidades. El médico, que garabateaba el dibujo que había estado haciendo, y que había hablado mirando el escritorio, levantó la cabeza y la miró bien fijo, a través de sus lentes chiquitos. «Es casi imposible». Así nomás se lo dijo. Sin atenuantes y sin preámbulos. Anita le dio las gracias, le estrechó la mano y salió casi corriendo. Ahora quería estar sola, encerrarse en el baño de mujeres a llorar un rato a gritos, pobrecita. Yo estaba como si me hubiera atropellado un tren de carga. Me dolía todo el cuerpo, y tenía un nudo bestial en la garganta. Pero como Anita se había portado tan bien, me sentí obligado a guardar compostura. Le di las gracias por las explicaciones, y también por no habernos mentido inútilmente. Ahí él se aflojó un poco. Hizo una mueca parecida a una sonrisa y me dijo que lo sentía mucho, que iba a hacer todo lo posible, que él mismo iba a conducir la operación, pero que para ser sincero la veía muy fulera. A la tarde. la familia en pleno ganó tu habitación v desplegó un aquelarre lastimoso. Todos daban vueltas por la pieza, casi negándose a irse, como si que dándose pudieran torcer al destino y enderezarte la suerte. Vos seguías en tu sopor distante, en esa modorra quieta que te había ido ganando con el transcurso de los días. Ni siquiera comer querías. Dormías casi todo el día. Con Anita apenas cruzabas dos palabras. Y a mí te me quedabas mirando fijo, como sabiendo, como esperando que yo me aflojara y terminara por desembuchar todo lo que me dijo Rivas y que a vos te conté nomás por arriba para que no te asustases. Cuando me clavabas los ojos yo miraba para otro lado, o salía disparado con la excusa de irme a fumar al baño del corredor. Y encima ese cónclave familiar que armamos sin proponérnoslo, pero que tampoco fuimos capaces de ahorrarte. Ayer estaban todos: papá, Mirta, José, el Cholo, y hasta la madre de Anita que no tuvo mejor idea que traer a los chicos para que te saludaran. Menos mal que a Diego y a su mujer los atajé a tiempo saliendo del ascensor y los despaché de vuelta. Venían con cara de pánico, como queriendo rajar en seguida. Así que les di las gracias por pasar y les evité el mal trago. Después llegó la hora macabra del atardecer. No hay peor hora en un hospital que ésa. La luz mortecina estallando en el vidrio esmerilado. El olor a comida de hospicio colándose bajo las puertas. Los tacos de las mujeres alejándose por el corredor. La ciudad calmándose de a poco, ladrando más bajo, con menos estridencia, dejando a los enfermos sin siquiera la estúpida compañía de su bullicio. Para entonces, la pieza era un velorio. Faltaba sólo la luz de un par de cirios, y el olor marchito de las flores tristes. Pero sobraban caras largas, susurros culposos, miradas compasivas hacia tu lecho. Justo ahí fue cuando abriste los ojos. Yo pensé que era una desgracia. Anita trataba de convencerlo a papá de que se volviera a Quilmes, y él porfiaba que de ninguna manera. Mirta hojeaba una revista con cara de boba. José te miraba con expresión de «que en paz descanses. Era cosa de que si hasta ese momento no te habías dado cuenta, de ahora en adelante no te quedase la menor duda de lo que estaba pasando. Y vos miraste para todos lados, levantando la cabeza y tensando para eso los músculos del cuello. Se ve que te costaba, pero te demoraste un buen rato en vernos a todos, y al final me miraste a mí y yo no sabía qué hacer con todo eso. Yo temía que me dijeras vení para acá y contámelo todo, pero en cambio me dijiste dame una mano para levantar un poco el respaldo. Y mientras yo le daba a la manija a los pies de la cama de hierro, vos le ordenaste a Mirta que encendiera la luz, que no se veía un pepino. Con la luz prendida todos se quedaron quietos, como descubiertos en medio de un acto vergonzoso y hasta imperdonable, como incómodos en la ruptura de ese ensayo general de velorio inminente. Y para colmo, como para ponerlos aún más en evidencia, como para que nadie se confundiera antes de tiempo, empezaste a dar órdenes casi gritando, estirando el brazo con el suero que bailaba con cada uno de tus ademanes, que vos papá te vas a casa, que vos José te la llevás a Mirta que para leer revistas bastante tiene en su propio living, que ya mismo alguien se ocupa de darle de cenar a Anita o se va a caer redonda en cualquier momento, y que se dejan de joder y me vacían la pieza. Tu voz tronó con tal autoridad que, en una fila sumisa y monocorde, fueron saliendo todos. Y cuando yo me disponía a seguirlos sin mirar atrás, me frenaste en seco con un «vos te quedás acá y cerrás la puerta». Como un chico que trata de pensar rápido una disculpa verosímil, gané el tiempo que pude moviendo el picaporte con cuidado, corriendo las cortinas para acabar de una vez por todas con la luz moribunda de las siete, pateando y volviendo a su lugar la chata guarecida bajo la cama. Pero al final no tuve más remedio que sentarme al lado tuyo, y encontrarme con tus ojos preguntándome. Te lo conté todo. Primero traté de ser suave. Pero después supongo que me fui aflojando, como si necesitara hablar con alguien sin eufemismos tontos, sin buscar y rebuscar atenuantes tranquilizadores, sin inventar al voleo ejemplos creíbles de sanaciones milagrosas. Te relaté cada uno de los diagnósticos sucesivos, el inútil anecdotario del periplo de locos de los últimos dos meses, el puntilloso pésame velado de los especialistas. Vos te tomaste tu tiempo. Llorabas mientras yo seguía el monótono detalle de nuestra pesadilla. Llorabas con lágrimas gruesas, escasas, de esas que a veces sueltan los hombres. Después, cuando por fin me callé, cerraste los ojos y estuviste un largo rato respirando muy hondo. Yo empecé a levantarme de a Poquito, casi sin ruido, como para dejarte descánsar, queriendo convencerme de que te habías dormido. Y ahí pasó. Te incorporaste en la cama con tal violencia que casi me tumbás de nuevo á la silla del susto. Me agarraste casi por el cuello. haciendo un guiñapo con mi camisa y mi corbata, y miraste al fondo de mis ojos, corno buscando que lo que ibas á decirme me quedara absolutamente claro. Tu cara se había transformado. Era una máscara iracunda, orgullosa, llena de broncas y rencores. Y tan viva que daba miedo. Ya no quedaban en tu piel rastros de las lágrimas. Sólo tenías lugar para la furia. En ese momento me acordé. Te juro que hacía veinte años por lo menos que aquello ni se me pasaba por la cabeza. Parece mentirá cómo uno, á veces, no se olvida de las cosas que se olvida. Porque cuándo me miraste así, y me agarraste la ropa y me la estrujaste y me sacudiste, el dique del tiempo se me hizo trizas, y el recuerdo de esa tarde de leyenda me ahogó de repente. Ahora, en el hospital, no dijiste nada. Como si fuesen suficientes las chispas que salían de tus ojos, y el rojo furioso de tu expresión crispada. Aquella vez, la primera, cuando me agarraste, también era casi de noche. Y también yo estaba cagado de miedo. Me habías mirado fijo y me habías gritado: «Todavía no perdimos, entendés. Vos atajálo y dejáme á mí». Jugábamos de visitantes, contra el Estudiantil, en cancha de ellos. La pica con el Estudiantil era uno de esos nudos de la historia que, para cuándo uno nace, ya están anudados. Lo único que le cabe al recién venido al mundo, si nació en el barrio, es tomar partido. Con el Estudiantil o con el Belgrano. Sin medias tintas. Sin chance alguna de escapar á la disyuntiva. De ahí para adelante, el destino está sellado. La línea divisoria no puede ser traspuesta. Ambos clubes jugaban en la misma Liga, y los dos cruces que se producían cada año solían tener derivaciones tumultuosas. Para colmo, ese año era más especial que nunca. Nosotros, en un derrotero inusitado para nuestras campañas ordinarias, estábamos á un punto del campeonato. Quiso el destino que nos tocara el Estudiantil en la última fecha. Con cualquier otro equipo la cosa hubiese sido sencilla. Nos bastaba un simple empate, y ningún osado delantero contrario iba á estar dispuesto á amargarnos la fiesta a cambio de una fractura inopinada, y menos con el verano por delante y el calor que dan los yesos desde el tobillo hasta la ingle. Pero con el Estudiantil la cosa era distinta. Entre argentinos hay una sola cosa más dulce que el placer propio: la desgracia ajena. Dispuestos á cumplir con ese anhelo folklórico, ellos se habían preparado para el partido con un fervor sorprendente, que nada tenía que ver con el magro décimo puesto en la tabla con el que despedían la temporada. Lo malo era que lo nuestro, en el Belgrano, era por cierto limitado: dos wines rápidos, un mediocampo ponedor, y dos backs instintivamente sanguinarios, capaces de partir por la mitad hasta á su propia madre, en el caso de que ella tuviera la mala idea de encarar para el área con pelota dominada. Para colmo, de árbitro lo mandaron al negro Pérez, un cabo de la Federal que partía de la base de que todos éramos delincuentes salvo demostración irrefutable de lo contrario. Un árbitro tan mal predispuesto á dejar pasar una pierna fuerte era lo peor que podía sucedernos. Igual nos juramentamos vencer o vencer. También nosotros éramos argentinos: y darles la vuelta olímpica en las narices, y en cancha de ellos, iba a ser por completo inolvidable. El partido salió caldeado. Nos quedamos sin uno de los backs a los quince del primer tiempo, y si tengo que ser sincero, Pérez estuvo blando. A los diez minutos el tipo ya había hecho méritos suficientes como para ir preso. Pero su sacrificio no fue en vano: a los delanteros de ellos les habrán dolido esos quince minutos, porque después entraron poco, y prefirieron probar desde lejos. Las gradas eran un polvorín, y había como doscientos voluntarios listos para encender la mecha. La cancha tenía una sola tribuna, en uno de los laterales, que estaba copada por la gente de ellos. Los nuestros se apiñaban en el resto del perímetro, bien pegados al alambrado. Encima el gordo Nápoli, que tenía al pibe jugando de ocho en nuestro cuadro, les sacaba fotos a los del Estudiantil y, aprovechando los pozos de silencio, para que lo oyeran con claridad, les gritaba las gracias porque las fotos le servían para el insectario que estaba armando. El partido fue pasando como si los segundos fueran de plomo. Yo me daba vuelta cada medio minuto y preguntaba cuánto faltaba. Don Alberto estaba pe gado al alambre, y me gritaba que me dejara de joder y mirara el partido o me iba a comer un gol pavote. Pero yo no preguntaba por idiota. Preguntaba porque sentía algo raro en el aire, como si algo malo estuviese por pasar y yo no supiera cómo cuernos evitarlo. Cuando terminaba el primer tiempo, mis dudas se disiparon abruptamente: el nueve de ellos me la colgó en un ángulo desde afuera del área. Sacamos del medio y Pérez nos mandó al vestuario. La hinchada del Estudiantil era una fiesta, y yo tenía unas ganas de llorar que me moría. Ahora me acuerdo como si fuera hoy. Vos jugabas de cinco, y eras de lo mejorcito que teníamos. Pero en todo el primer tiempo la habías visto pasar como si fueras imbécil. Las pocas pelotas que habías conseguido, o te habían rebotado o se las habías dado a los contrarios. Chiche no lo podía creer, y te gritaba como loco para hacerte reaccionar. Trataba de que te calentaras con él, aunque fuera, como cuando jugábamos en la calle. Pero vos seguías ahí, mirando para todos lados con cara de estúpido. Siempre parado en el lugar equivocado, tirando pases espantosos, cortando el juego con fules innecesarios. En el entretiempo el gordo Nápoli guardó la cámara y nos improvisó una charla técnica de emergencia. La verdad es que habló bastante bien. Con su tradicional estilo ampuloso, y sin demorarse en falsas ternuras, nos recordó lo que ya sabíamos: si perdíamos el partido, y Estudiantil nos sonaba el campeonato, que ni aportáramos por el barrio porque seríamos repudiados con justa razón por las fuerzas vivas de nuestra comunidad belgraniana. Vos seguías ahí, sentado en un banco de listones grises, con las piernas estiradas y la cabeza baja. Cuando nos llamaron para el segundo tiempo, tuve que ir a buscarte porque ni aún entonces te incorporaste. No sé si fue el miedo o una inspiración mística y repentina, pero de pronto me vi casi llorándote y pidiéndote que me dieras una mano, que no arrugaras, que te necesitaba porque si no íbamos al muere. Se ve que te impresioné con tanta charla y tanto brote emotivo (yo que siempre fui tan tímido), porque después te levantaste y me dijiste solamente vamos, pero tu tono ya era el tuyo. El segundo tiempo fue otra historia. Ese se me pasó volando. Parece mentira como corre la vida cuando vas perdiendo. Yo ya no preguntaba la hora. Don Alberto nos gritaba que le metiéramos pata, que faltaba poco. Y a vos se te había acomodado la croqueta. Todas las que te rebotaban en el primer tiempo, ahora las amansabas y las distribuías con criterio. En lugar de regalar pelotas ponías pases profundos, bien medidos. Pero no alcanzaba. Pegamos dos tiros en los palos, y el pibe de Nápoli se comió dos mano a mano con el arquero (que encima andaba inspirado). Y para colmo, a los treinta minutos a mí me empezó de nuevo la sensación de catástrofe inminente. No andaba mal encaminado. Jugados al empate como estábamos, nos agarraron mal parados de contraataque: se vinieron tres de ellos contra el back sobreviviente (Montanaro se llamaba) y yo. La trajo el nueve y cerca del área la abrió a la izquierda para el once. Montanaro se fue con él y lo atoró unos segundos, pero el otro logró sacar el centro que le cayó a los pies de nuevo al nueve, y yo no tuve más remedio que salir a achicarle. Parece mentira cómo a veces el hombre sucumbe a su propia pequeñez: si el tipo la toca a la derecha para el siete, es gol seguro. Pero la carne es débil: los gritos de la hinchada, el arco enorme de grande, el sueño de ser él quien nos enterrase definitivamente en el oprobio. Mejor amagar, quebrar la cintura, eludir al arquero, estar a punto de pasar a la inmortalidad con un gol definitivo, y recibir una patada asesina en el tobillo izquierdo que lo tumbó como un hachazo. Pérez cobró de inmediato. El petiso seguía aullando de dolor en el piso, pobre. Pero no me echaron. Tal vez fuese el propio ambiente el que me puso a salvo. En efecto, se respiraba una ominosa atmósfera de asunto concluido. Ellos se abrazaban por adelantado. Su hinchada enfervorizada se regodeaba en el sueño hecho realidad. El gordo Nápoli lloraba aferrado a los alambres. Don Alberto insultaba entre dientes. La verdad es que en ese momento, si me hubiesen ofrecido irme, hubiese agarrado viaje. Intuía ya el grito feroz que iban a proferir cuando convirtieran el penal. Ya me veía tirado en el piso, con esos mugrientos saltando y abrazándose alrededor mío, pateando una vez y otra la pelota contra la red. Me volví a buscar la cara de Don Alberto en medio de los rostros entristecidos. ,Faltan tres», me dijo cuando nuestros ojos por fin se encontraron. Y era como una sentencia inquebrantable. Ahí bajé definitivamente los brazos. Un dos a cero es definitivo cuando faltan tres minutos y uno es visitante. De local vaya y pase, aunque tampoco. ¿Cómo dar vuelta semejante cosa? Me fui a parar a la línea como quien se dirige al cadalso. Lo único que quería ahora era que pasara pronto. Sacarme de una vez por todas a esos energúmenos borrachos en la arrogancia de la victoria. Y entonces caíste vos. Nunca supe qué habías estado haciendo todo ese tiempo. O tal vez fueron sólo segundos, que a mí me parecieron siglos. Pero lo cier to es que cuando levanté la cabeza te tenía adelante. Me agarraste el cuello del buzo y me lo retorciste. Me zarandeaste de lo lindo, mientras me gritabas: «¡Reaccioná, carajo, reaccioná!». Tu cara metía miedo. Era una mezcla explosiva de bronca y de rencor y de determinación y de certeza. La misma que pusiste ayer en la cama, y que me hizo acordar de todo esto. Me miraste al fondo de los ojos, como para que no me distrajera en el batifondo de los gritos y los cohetes y los consejos de tiráte para acá, arquero, tiráte para el otro lado, pibe. Cuando te aseguraste de que te estaba mirando y escuchando, y teniéndome bien agarrado del cuello me dijiste: «Atajálo, Manuel. Atajálo por lo que más quieras. Si vos lo atajás yo te juro que lo empato. Prometéme que lo atajás, hermanito. Yo te juro que lo empato». Me encontré diciéndote que sí, que te quedaras tranquilo. Y no por llevarte la corriente, nada de eso. Era como si tu voz hubiese llevado algo adherido, como un perfume a cosa verdadera que apaciguaba al destino y era capaz de enderezarlo. De ahí en más ya fui yo mismo. Cumplí todos los ritos que debe cumplir un arquero en esos casos límite. Iba a patearlo Genaro, el dos de ellos, un tano bruto y macizo que sacaba unos chumbazos impresionantes. Me acerqué a acomodarle la pelota, arguyendo que estaba adelantada. La giré un par de veces y la deposité con gesto casi delicado, en el mismo lugar de donde la había levantado. Pero a Genaro le dejé la inquietante sensación de habérsela engualichado o algo por el estilo. Volvió a adelantarse y a acomodarla a su antojo. De nuevo dejé mi lugar en la línea del arco y repetí el procedimiento. Pero esta vez, y asegurándome de estar de espaldas al árbitro, lo enriquecí con un escupitajo bien cargado, que deposité veloz sobre uno de los gajos negros del balón. Genaro, francamente ofuscado, volvió hasta la pelota, la restregó contra el pasto, y me denunció reiteradas veces al juez Pérez. Sabiéndome al límite de la tolerancia, e intuyendo que el tipo ya iba incubando ganas de asesinarme, volví a acercarme con ademanes grandilocuentes. Invoqué a viva voz mis derechos cercenados, y mientras le tocaba de nuevo la pelota le dije a Genaro, lo suficientemente bajo como para que sólo él me escuchara, que después de errar el penal mi hermano iba a empatarle el partido, que se iba a tener que mudar a La Quiaca de la vergüenza, pero que en agradecimiento yo le prometía que iba a dejar de afilar con su novia. Genaro optó por putearme a los alaridos, como era esperable de cualquier varón honesto y bien nacido. Pérez lo reprendió severamente, y a mí me mandó a la línea del arco con un gesto que va no admitía dilaciones. En ese momento empezó a rodar el milagro. Me jugué apenas a la izquierda, pero me quedé bien erguido: Genaro le pegaba muy fuerte pero sin inclinarse, y la pelota solía salir más bien alta. Le dio con furia, con ganas de aplastarme, de humillarme hasta el fondo de mi alma irredenta. Tuve un instante de pánico cuando sentí la pelota en la punta de mis guantes: era tal la violencia que traía que no iba a poder evitar que me venciera las manos. De hecho así fue, pero había conseguido cambiarle la trayectoria: después de torcerme las muñecas la pelota se estrelló en el travesaño y picó hacia afuera, a unos veinte centímetros de la línea. Me incorporé justo a tiempo para atraparla, y para que los noventa y cinco kilos de Genaro me aplastaran los huesos, la cabeza, las articulaciones. Pérez cobró el tiro libre y me gritó: «Juegue». No me detuve a escuchar los gritos de alegría de los nuestros. Me incorporé como pude y te busqué desesperado. Estabas en el medio campo, totalmente libre de marca: ellos volvían desconcertados, como no pudiendo creer que tuvieran todavía que aplazar el grito del triunfo. Te la tiré bastante mal por cierto; pero como andabas inspirado la dominaste con dos movimientos. Levantaste la cabeza y se la tiraste al pibe de Nápoli que corrió como una flecha por la izquierda. Sacó un centro hermoso, bien llovido al área, pero alguno de ellos consiguió revolearla al córner. Era la última. Pérez ya miraba de reojo su muñeca, con ganas de terminarlo. Fuimos todos a buscar el centro. Lo mío era un acto simbólico. Si me hubiese caído a mí hubiera sido incapaz de cabecear con puntería. Al arco me defendía, pero afuera era una tabla con patas. El centro lo tiró de nuevo Nápoli, pero esta vez le salió más pasado y más abierto, y bajó casi en el vértice del área. Vos estabas de espaldas al arco. El sol ya se había ido, y no se veía bien ni la cancha ni la pelota. Mientras estuvo alta, donde el aire todavía era más claro, la vi pasar encima mío sin esperanza. Cuando te llegó a vos, supongo que debía ser poco más que una sombra sibilante. Parece mentira cómo todos estos años lo tuve olvidado, porque mientras avanzo en el recuerdo los detalles se me agolpan con una vigencia pasmosa. Por que fue justo ahí, mientras yo pensaba sonamos, pasó de largo, ahora la revienta alguno de ellos y Pérez lo termina, fue ahí que el milagro concluyó su ciclo legendario. La camiseta con el cinco en la espalda, las piernas volando acompasadas, la izquierda en alto, después la derecha, la chilena lanzada en el vacío, y la sombra blanquecina cambiando el rumbo, torciendo la historia para siempre, viajando y silbando en una parábola misteriosa, sobrevolando cabezas incrédulas, sorteando con lo justo el manotazo de un arquero horrorizado en la certidumbre de que la bola lo sobraba, de que caía para siempre contra una red vencida por el resto de la eternidad, de que era uno a uno y a cobrar. Y nada más en el recuerdo, porque ya con eso era demasiado, apenas un vestigio de energía para salir corriendo, para treparse al alambrado, para tirarse al piso a llorar de la alegría, para encontrarme con vos en un abrazo mudo y sollozante, para que el gordo Nápoli resucitara la cámara y las fotos para el insectario, y los gestos obscenos, y el grito multiplicado en cien gargantas, y el tumulto feliz en el mediocampo, y la vuelta olímpica lejos del lateral para librarnos de los gargajos. Ayer a la nochecita, con esa cara de loco y ese puño arrugándome la ropa, me hiciste retroceder veinte años, a cuando vos tenías quince y yo dieciséis, a tu fe ciega y al exacto punto de tu chilena legendaria, heroica, repentina, capaz de torcer los rumbos sellados del destino. Ni vos ni yo tuvimos, ayer, ganas de hablar de aquello. Pero yo sabía que vos sabías que ambos estábamos pensando en lo mismo, recordando lo mismo, confiando en lo mismo. Y nos pusimos a llorar abrazados como dos minas. Y moqueamos un buen rato, hasta que me empujaste y te dejaste caer en la cama, y me dijiste dejáme solo, andá con los demás que van a preocuparse. Y yo te hice caso, porque en la penumbra de la pieza te vi los ojos, llenos de bronca y de rencor, llenos de una furia ciega. Y me quedé tranquilo. La noche me la pasé en la capilla de la clínica, rezando y cabeceando de sueño pero sin darme por vencido. Recién cuando te llevaron al quirófano me fui hasta la cafetería a tomar un café con leche con medialunas. Me la llevé a Anita, que estaba hecha un trapo, pobrecita. Lógicamente no le dije nada de lo de anoche, porque pensé que con el batuque que debía tener ahora en el balero me iba a sacar rajando si empezaba a desempolvar historias antiguas. A los demás tampoco les dije nada. Los dejé que volvieran con su velorio portátil, esta vez improvisado en la sala de espera del quirófano, a dejar pasar las horas, a consolarla a Anita y a los chicos, a murmurar ensayos de resignación y de entereza. Ni siquiera dije nada cuando salió Rivas hecho una tromba, cuando la agarró a Anita del brazo y ella lo escuchó llorando pero maravillada, agradecida, in crédula, ni cuando él habló y gesticuló y dejó que se le desordenara el pelo engominado, ni cuando la voz entró a correr entre los presentes, ni cuando empezaron a oírse exclamaciones contenidas y risitas tímidas buscando otras risas cómplices para animarse a tronar en carcajadas y gritos de júbilo, ni cuando Anita me lo trajo a Rivas para que lo oyera de sus labios. Ahí tampoco dije nada, aunque lloré de lo lindo. Yo lloraba de emoción, es claro. Pero no de sorpresa. No con la sorpresa todavía descreída, todavía tensa y desconfiada de José, de Mirta, de los chicos, de la propia Anita. Yo también, en su lugar, hubiese estado sorprendido. Para ellos este milagro es el primero. Al fin y al cabo, ellos no vivieron aquel partido de epopeya. Y no le dieron la vuelta olímpica al Estudiantil en cancha de ellos, con el gol tuyo de chilena.


EDUARDO SACHERI

4 jun 2009

INSTRUCCIONES PARA ELEGIR EN UN PICADO


Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quienes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternativamente a sus futuros compañeros. Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que las decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces.El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.


Relato de Alejandro Dolina

15 MINUTOS DE FAMA: OTRA BOTINERA


No parece jugador de futbol, es re diferente, son todos muy brutos y el mío es una excepción.
(ROCIO MARENGO, "botinera" argentina, dejando días atrás esta descarnada
confesión en el programa de Mirtha Legrand acerca de su novio, el arquero
uruguayo Sebastián Viera)

1 jun 2009

SI LO HUBIERAN VISTO AL PELA




Este cuento está dedicado a Nestor Di Luca, tremendo golea- dor tresarroyense que pasara por Huracán de Bs As, Independiente, la U de Chile y varios equipos de Tres Arroyos, aniquilando arqueros.

Los jóvenes se dirigieron al almacén de la calle 33, en el único lugar que funcionaba un metegol fuera de temporada, compraron dos fichas y se dispusieron dos por lado. El dueño sabía que con una ficha trabarían la palanca para jugar unas bolas gratis pero no les dijo nada. Los chicos jugaban al mismo tiempo que relataban el partido nombrando jugadores de moda, - “Rossi para Berta, Devaca para Luque, amaga la toca para el centrooo, gooool de Bragieri”.
“Bragieri, quien es Bragieri, si ustedes lo hubieran visto jugar al pela, ese era un goleador, como definía el pela”, dijo el hombre a medida que se acercaba a los muchachos.
La mujer cebó el primer mate, apoyo la pava en el mostrador, tomo un paquete de galletitas de la góndola y se marcho a abrir su peluquería, sabiendo que su esposo atacaría a los chicos con historias de Quilmes, de finales de los ochenta, con hazañas que no fueron y jugadores que ya nadie recuerda.
“El pela don Martín? Y ese quien es?” pregunto uno de los chicos.
El hombre saco de un cajón una carpeta polvorienta, y empezó a mostrar unos recortes de diario amarillentos.
“Miren acá está, éste era un nueve, no como estos giles de ahora que hacen dos goles y se van a Europa. Miren que equipo, Amestoy, Moran, Arias Coronel y González, Desabato, Silva y Abelen, Navarro Di Luca y Di Luca, ven este es el pela, el pela Di Luca, el mejor nueve que ví”
El hombre acercó un escudo de Quilmes hecho en fundición, que un tío le había regalado cuando trabajaba en la fabrica Istilart, y se le llenaron los ojos de lagrimas.
“Que equipo por Dios, que equipo” les dijo mientras sacaba un recorte cuyo titulo era “8 goles para cimentar una ilusión”.
“ Ocho goles don? Enserio?”
“Si pibe ese era un equipo no como esos giles de Huracán que no le ganaron a nadie y llegaron a primera, por favor, antes no llegaba cualquiera eh, el cervecero se recorría toda la provincia, Dolores, Azul, Madariaga, Mar del Plata, Necochea, Bahía, y eran todos equipazos eh no te confundas pibe”
“Y salieron campeones jefe?” pregunto uno de los jóvenes,
“No, después de hacerle ocho a Defensa de Dolores, perdimos en Necochea y no pasamos por un punto, si hubiéramos empatado pibe, si hubiéramos empatado…”
El hombre saco una ficha de la caja y se las dio a los chicos “jueguen el último y vayan a la canchita, que en el club hacen falta jugadores de fútbol y no de metegol”.
Se quedó en silencio, guardó los recortes, acomodó el escudo en la repisa, se sirvió otro mate y meneando la cabeza repitió:
“Si lo hubieran visto al pela, si lo hubieran visto”.

BALDOSEROS: SERGIO A. GUILLERMO


La historia de Adrian “Escobillón” Guillermo tal vez sea, o esté cerca de serlo, la del paradigma del jugador baldosero. En sólo 7 partidos en Primera demostró que estaba para grandes cosas, pero de un día para el otro se desinfló y nunca más volvió a ser lo que en algún momento aparentó.Debutó entre los grandes el 1º de noviembre de 1998 ante Estudiantes LP donde Boca Juniors ganó 3 a 0. Entró faltando 3’ por el Mellizo Guillermo. Tuvo su momento de gloria en los últimos partidos del Apertura 1998 que verían a Boca campeón.En 1999 fue convocado por José Pekerman para disputar el Sudamericano Sub 20 en Mar del Plata. Sufrió una rotura del ligamento lateral externo de la rodilla derecha y entre Boca y la Selección se acusaban mutuamente. Se llegó a decir que se había lesionado jugando en el potrero. Así se pasó un año prácticamente parado y perdió mucho terreno.A comienzos del 2000 fue cedido a préstamo al Badajoz de España. Retornó a Boca pero ya no era el mismo y Carlos Bianchi y Julio Santella se lo hicieron saber.“Extraño mi momento de gloria, esa época fue muy importante para mí” declaró en septiembre de 2000. “Sueño con hacer un gol en Primera. Cuando me toque la oportunidad no voy a desaprovecharla, porque quiero dedicárselo a todos los que estuvieron a mi lado y a la hinchada de Boca, que es la más grande.”A mediados de 2001 fue cedido a Estudiantes LP. Jugó poco, adelante estaban Ernesto Farías, Ezequiel Maggiolo y comió mucho banco.En mayo de 2002 debutó en su nuevo club, el Jorge Wilstermann de Bolivia donde compartió plantel con Leonardo Luppino y una cancha con Osvaldo Ozzan de Guabirá. Se esperaba bastante más de él sin embargo en agosto ya estaba defendiendo los colores de Estudiantes de Buenos Aires en la Primera B Metropolitana.A mediados de 2003 quedó libre. Jugó 27 partidos y anotó 5 goles en San Telmo durante la temporada 2003/2004.En 2004 pasó por El Porvenir en la B Nacional y posteriormente fue prestado al Colima de México (2005).En julio de 2005 pasó a Deportivo Morón, en un comienzo una lesión en la rodilla derecha lo perjudicó, luego estuvo colgado por Eduardo Pizzo. Estuvo cerca de irse a Laferrere pero se quedó a pelearla en el Gallo. Jugó pocos partidos bien, muchos otros mal y se fue dando la nota: suspendido seis fechas por golpe de puño a un adversario y agravios al árbitro Federico Beligoy. Erró una buena de cantidad de goles que podrían haber significado el ascenso del equipo de Morón.Finalmente, desde julio de 2006 retornó a El Porvenir, donde sigue desperdiciando goles y es suplente. Ya nadie espera que este sea SU año.